Ninguno de nosotros sabemos lo que nos deparará el futuro, algo de lo que hablamos y parece que nunca va a llegar. Sin embargo podemos echar la vista atrás y descubrir aquello que entendemos que fue una carencia o un aprendizaje mejorable en nuestra propia educación para evitar perpetuar el mismo error en nuestros propios hijos o alumnos. Este podría ser un primer punto a tener en cuenta, un análisis personal honesto. ¿Es esto lo que yo desearía para mi? ¿Cuál debe ser esa educación para el futuro que yo quisiera haber recibido? Vivimos en un contexto en el que hasta ahora la formación y titulación han sido cada vez más demandadas y que sin embargo empieza a cambiar, un mundo en el que encontramos una competencia cada vez más atroz a todos los niveles. Vinimos a este mundo sin formarnos como padres y todos los que lo somos ejercemos como tales aprendiendo de nuestros errores, sin un manual bajo el brazo. Ser padre requiere muchas veces de las habilidades de un malabarista que debe encontrar las respuestas adecuadas, tanto como educador directo como indirecto de nuestros hijos. Muchas veces me resulta descorazonador el vivir con esa duda que hace plantearme continuamente si mi decisión como padre fue la mejor para su educación. ¿Es mejor que tenga móvil ya, o espero dos años? ¿Debe ir a extra escolares? ¿Cuántas? ¿En qué habilidades debo hacer hincapié en su formación?
La sociedad evoluciona a un ritmo vertiginoso. La carrera que hoy es muy demandada, puede no serlo cuando se finalice. ¿Es más importante una formación determinada en sí, o la capacidad de aprendizaje que lograr esos estudios desarrolla?, etc. Conviene distinguir entre lo que la sociedad distingue como éxito y lo que uno desea a nivel individual. La visión de lo que la sociedad considera como éxito puede que no coincida con la percepción que yo tenga de ello en mi vida. Estamos hablando de conocerse, de saber cuáles son mis objetivos en la vida, de cuáles son mis valores, de qué es lo que me importa, de saber qué estoy dispuesto a aceptar para lograr un trabajo y qué no haría por nada del mundo. Todos conocemos a alguien que ha aceptado un primer trabajo en un despacho sin cobrar durante un año o hemos trabajado haciendo multitud de horas extras pero… ¿era en pro de una empresa cuyos valores eran los míos, lo hice porque me vi “obligado” a ello, porque suponía que ese coste era necesario en mi carrera profesional, o porque realmente deseaba hacerlo? ¿Fui asertivo a la hora de exponer mis limitaciones? La sociedad demandará empleados cada vez más adaptables, pero yo debo saber cuál es el precio que pago por esa flexibilidad y qué acepto y dejo de lado al tomar esas decisiones, es decir, debo conocerme.
Más que la capacidad de poder responder problemas determinados, debemos valorar el pensamiento crítico y la capacidad de enfrentarnos a nuevos problemas. Más importante que responder a una pregunta concreta puede ser el saber para qué debo hacerlo, qué estoy buscando con ello. La curiosidad o la motivación inherente serán los motores de cambio que me empujen a aprender aquello que ahora desconozco. En un entorno cambiante y a un ritmo cada vez mayor, lo que verdaderamente importante no son mis conocimientos actuales, que también, obviamente, sino mi capacidad de adaptarme para aprender nuevos conocimientos. Este mismo contexto valora la iniciativa, curiosidad y la creatividad, capacidad de innovación, y de emprendimiento, de enfrentarnos a nuevos desafíos. Los equipos de trabajo brillantes requieren de la colaboración de sus miembros. Un equipo de personas con grandes conocimientos no funcionará, o lo hará con un rendimiento muy pobre, si sus integrantes carecen de aptitudes en inteligencia emocional. La cooperación y el liderazgo son más importantes que la jerarquía. Es fácil entender que un genio desde el punto de vista tecnológico tendrá problemas a la hora de integrarse en un equipo si carece de empatía o si sus habilidades comunicativas, tanto de forma oral como escrita, son lamentables. En este contexto me permito renegar de esa perversa creencia que parece perpetuarse eternamente y que erróneamente justifica una pobre o sesgada educación: “yo no sé escribir porque soy de ciencias”, o “yo paso de las matemáticas porque soy de letras”. Yo siempre he creído que debía ser al revés. Precisamente soy yo como individuo el primer interesado en crecer en cuantas más áreas mejor, aunque sólo sea por satisfacción personal.
Si carezco de determinada formación, debo ampliar mis conocimientos, al menos un mínimo. El espíritu crítico es una habilidad especialmente necesaria en una sociedad de la información, sobre-información diría yo, un contexto en el que yo debo aprender a analizar cuál de esa información es, no sólo veraz y cuál falsa, sino además cuál es relevante y cuál superflua. La experiencia me indica que necesitamos una formación integral, no tan basada exclusivamente en el conocimiento. Pese a que ya hace muchos años que Howard Gardner nos hablara de las inteligencias múltiples, los planes de estudios no se han adaptado todavía como para tener en cuenta una mayor presencia del resto, de todo aquello que tradicionalmente ha recibido mayor atención, la lógico-matemática y la lingüística.